lunes, 14 de julio de 2014

AQUÍ UN EJEMPLO DE ALGUNAS DE LAS CRÓNICAS DE SILVA

LA CIUDAD DOLIENTE
(Una visita al asilo de tuberculosos Calixto Romero)

En los dominios de la peste blanca. Cuarenta moribundos. Una
Santa y un loco.
(Lo que ha visto Jean d´Agréve)

BAJO UN SOL AMARILLO DE INVIERNO que cuelga de los arboles sus harapos de luz, en curvatura de playa, como evocando una dolorosa imagen, el triste barrio norteño de la ciudad nos contagia de indecible amargura.
Queda atrás el hervor del puerto, la trepidación del vivir cotidiano, el descubrimiento y conquista del pan diario, el club, el paseo… la ciudad  bulle lejos, como un mar, el eco de cuya voz llega en turbia marejada. La cárcel, el hospital, la morgue, el hospicio, el manicomio, esta es la ciudad doliente.
Per me si va nella citá dolente,
Per me si va nell eterno dolore,
Per me si va tea in perdutta gente…

Aquí viene el deshecho, el bagazo lo que la urbe estrujó, y arroja, como los restos del naufragio a la playa. De aquí, otra ola, venida del mar misterioso, llevará este deshecho humano a otra ribera, serenada, tranquila, por el Océano Pacifico de la Muerte.
El que fracasa, el Triste, el gafo, la roña viviente, la podre que ambula, el desrazonado, la toxina social, la carne madura para la cosecha de la Descarnadazón, los moradores de la ciudad doliente.
En vano decora el crepúsculo divino el plafond de los cielos de rosa, anacarado y violeta; en vano dora el mediodía la arboleda que era verdes penachos de bizarra elegancia y corona de una  marcial gracia la colina; inútilmente engaña, por el atardecer, con su cláride de  oro traslúcido el agónico dia, la reposante fatiga de la ciudad; para estos ojos tristes de moribundos, de parias, que escrutan ya el reino de las sombras de pie en los umbrales del misterio; para estas frentes empalidecidas y sudorosas, para estos pechos anhelantes, para estos labios resecos de fiebre, lívidos labios en que es agrio resonar toda palabra, y suena la frase a hueco, tal el golpe de la azada cavadora de tumbas; no hay sol, ni luz, ni noticia acariciante de alba y ponientes…

El asilo

Un día, un hombre honrado y rico, al morir en país extranjero donde adquirió una fortuna, volvió los ojos amorosamente a una tierra nativa y dejó miles para aliviar el dolor de una compatriota y mejorar la ciudad materna. Ese hombre se llama Calixto Romero y fue el donador de la casa para tuberculosos.
Esta construcción de madera aminora el triste aspecto que, si son de piedra, tienen los edificios que, a su objeto de destino. Más aún; es casi alegre, con su jardinero y reja, todo muy limpio y desnudo de mancha.

Lanciate eg ni aperanza…

El sol invernal limpia, como un plumero de luz, al triste verdor del jardincito de esta rosa triste, que suspira una melancolía opresora, en la tarde húmeda, amarillenta, como si estuviera contagiada de la blanca parte que decora a los huéspedes de este asilo –ultima posada en el camino hacia la noche ultima.

La antesala de la muerte

Sala de San Francisco. El nombre mismo evoca la piedad infinita del celeste poverello; y en verdad ¡qué piadosa ternura! ¡Qué encendida caridad se ha menester para llegar a esta desnuda antesala de la muerte!
¡Los huéspedes de esta alcoba han perdido ya la esperanza, la última y confortadora esperanza!
Ojos llameantes en las hondas cuencas mas profundas por el negror de las ojeras, brillan como luces de fiebre en el fondo de un pozo; las bocas resecas hablarían apenas ruegos lastimeros; las manos esqueléticas, todas huesos, se encorvan con apariencia de garra, como para asir la orla del manto de la salud, de la vida misma que se aleja; toses cavernosas, pertinaces rasgan; como golpes de azada en la tierra de los muertos, el silencio blanco de la sala. Huele a antiséptico y desinfectante, un olor que penetra a dar mareos  en el alma propensa a toda tristeza. Hay cuerpos de tal demacración que apenas si se perciben en los lechos numerados. La mayor desesperación ha de ser esta monotonía de horas dolientes, pasadas junto a los mismos rostros ya familiares por la estancia larga en el asilo, esta sensación tan hostil de abandono que da la sala con paredes de uniforme color, desvestidas de todo dibujo o cuadro que rompa la desolación de sus trazos.
Entre las dos literas de camas corre un libre espacio. Por aquí pasa el medico bien cubierto de prevenciones, indiferente –cuando viene- con esa como impasibilidad del profesional. Anota los enfermos, más bien, los números del lecho que ocupen; apunta los nuevos candidatos al sepulcro, inscribe los fallecidos. Luego, sale.
Esto dura diez, quince minutos. El medico se va escoltado por los ojos anhelantes de los enfermos, caso moribundos.
Después, el mismo silencio, interrumpido, si cada instante por ese como fúnebre martillo de las toses.
Otras veces es el hijo angustiante, la asfixia que precede a la muerte.
Los compañeros de suplicio del que va a morir se incorporan en los lechos vecinos para presentar el terrífico espectáculo que muestra lo que tendrán que sufrir ellos, a su turno.
Es una hora de espanto indecible, a veces más de una hora, de una trágica emoción.
El misterio aletea como un cuervo por la sala. Los enfermos, incorporados en sus lechos, parecen una horrida guardia de espectros, si es de noche, alta noche o la madrugada, el horror es aún más horrible y la escena tiene una espantosa grandeza.
Al prolongarse la agonía, para ahorrarle todo sufrimiento, la hermanita llegase al moribundo pónele una inyección cualquiera y el infeliz muere tranquilo.
Hay cuarenta camas, siempre ocupadas, en esta sala y otras tantas solicitudes de ingreso. Así, cuando un huésped abandona su lecho, no demora en llegar un nuevo ocupante.
Más tarde o más temprano, todos van muriendo. Aun no se registra el caso de que haya salido de esta sala un enfermo que no vaya para siempre rígido en su tosco sudario.


Lirio entre espinas

Sí, ella es el lirio entre las espinas y el consuelo de los afligidos. Pasa como una plegaria pura hecha mujer.
Tiene las manos finas, las manos blancas, ungidas de santidad, como esas con que lavaba las llagas de los leprosos Santa Isabel Emperatriz de Hungría. Su voz es suave, lenta; su palabra dulce, como para rezas letanías, como para ayudar a bien morir.
¡Sor Sofía! Inclinada sobre las frentes ya marcadas por el dedo de la muerte, se la ve, estremeciendo apenas los labios, de los que vuela, inmácula paloma, la oración de los agonizantes.
Con una resignada dulzura sabe hacer menos triste la tristeza de los asilados, menos amarga su amargura.
Ha pasado ya los días aboleños, más una inmortal juventud es la suya. Por eso evoca a las vírgenes muertas en olor de santidad que la conseja describe coronada por las rosas de una primavera inmortal.
Tiene los ojos como velados por lágrimas contenidas y el espectáculo de tantas muertes ha dejado en sus pupilas ese resplandor melancólico, esa misteriosa luz de pena.
Como las alas de eucaristía paloma son las extremidades de su corneta y su paso por las salas tristes va dejando una estela de consolaciones.
¡Sor Sofía!





Aparece Juan García

Diez años hace que vengo ensayando mi procedimiento. Cuantas horas de lucha, de incertidumbre. La burla me acogió unas veces; el temor otras.
Se me dijo loco, desequilibrado. No importa.
Después de gestiones difíciles, conseguí mi propósito: me encomendaron tres tuberculosos.
Los he sometido a mi tratamiento. Ya ve usted, cómo se hallan. La madre puede decirle cómo se encontraban al tomarlos a mi cuidado: eran casi cadáveres. Tengo fe ciega en mi fe inquebrantable. Porque yo he sido tuberculoso y me he curado. Si no me hallara en posesión plena  de la eficacia de mi tratamiento, me faltaría valor para hacer experimentos que fácilmente serían fracasos.
Le probaré a todos que la verdad es mía, que la he conquistado tras inmensa labor de años.
El día en que pasee con estos moribundos, ya curados, devueltos a su familia, y a la vida, será mi día de gloria.
Ye ve usted: tuberculosis pulmonar, tuberculosis renal y pulmonar, tisis a la laringe, tal era el diagnostico de los médicos. Pero yo sé que puedo arrancar a estos hermanos en humanidad de las garras de la peste blanca, lo que hace más víctimas entre nosotros: casi el setenta por ciento de las defunciones.
Después me irá  Estados Unidos, propagaré mi tratamiento. Y ¡quién sabe cuántas cosas me reserve el porvenir! Me lo he jurado a mí mismo: ¡levantaré  a estos cadáveres!...

Quién es Juan García

Así nos dijo Juan García. Este es un hombre de edad media, robusto, habla con soltura; rasurado como un yanqui, sonríe afable y afirma sus palabras con una certeza convincente. Es de Quito. Dice haber tenido dos veces tisis. En la una, involuntaria, se curó con un sistema; en la otra, provocada, también se curó.
Al señor Souza, de Babahoyo, caso constatado y desahuciado de tuberculosis, él lo curó. Asegura que pueden atestiguar su acierto, particulares y médicos.
Ahora se halla buscando las pruebas finales de la bondad de su descubrimiento.
Se le dieron tres enfermos gravísimos y su mejoría es evidente. Sor Sofía cree a Juan un providencial y todos piensan en milagros.
Los enfermos lo adoran.
Él sigue en su tarea con persistencia de iluminado o de loco.
Su palabra, su actitud, su porte son lo del más normal individuo.
¡Si será taumaturgo este Juan García!...

Bajo el cielo gris

Salimos. El cielo es gris y rosa.
Llevamos en el alma una tenaz congoja irrefrenable. Una vergüenza de pertenecer a la especie “hombre”. Y piedad, una desmesurada piedad, una piedad infinita.
Afuera, unos pilluelos desgreñados juegan haciendo muñecos con el barro bermejo de la calle.
Y yo pienso en Jesús, en Koch, en Juan García…

(El Telégrafo, 3 de abril)







3 comentarios:

  1. las crónicas de Silva son fiel reflejo de su pensamiento respecto a la sociedad que bueno encontrar en tu Blog referentes de obra como esta.

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  2. las Crónicas de Silva representan una sociedad desposeída, en ello el joven autor trata de dar valor e importancia a los seres humanos ya que los mismo no deber ser rechazados ni discriminados por su condición social

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  3. Estas obras que nos presenta este autor, es como vivió ante una sociedad que no veía en él, el sufrimiento que vida le estaba dando...

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