LA
CIUDAD DOLIENTE
(Una
visita al asilo de tuberculosos Calixto Romero)
En
los dominios de la peste blanca. Cuarenta moribundos. Una
Santa
y un loco.
(Lo que ha visto Jean
d´Agréve)
BAJO UN SOL AMARILLO DE
INVIERNO que cuelga de los arboles sus harapos de luz, en curvatura de playa,
como evocando una dolorosa imagen, el triste barrio norteño de la ciudad nos
contagia de indecible amargura.
Queda atrás el hervor del
puerto, la trepidación del vivir cotidiano, el descubrimiento y conquista del
pan diario, el club, el paseo… la ciudad
bulle lejos, como un mar, el eco de cuya voz llega en turbia marejada.
La cárcel, el hospital, la morgue, el hospicio, el manicomio, esta es la ciudad
doliente.
Per
me si va nella citá dolente,
Per
me si va nell eterno dolore,
Per
me si va tea in perdutta gente…
Aquí viene el deshecho, el
bagazo lo que la urbe estrujó, y arroja, como los restos del naufragio a la
playa. De aquí, otra ola, venida del mar misterioso, llevará este deshecho
humano a otra ribera, serenada, tranquila, por el Océano Pacifico de la Muerte.
El que fracasa, el Triste,
el gafo, la roña viviente, la podre que ambula, el desrazonado, la toxina
social, la carne madura para la cosecha de la Descarnadazón, los moradores de
la ciudad doliente.
En vano decora el crepúsculo
divino el plafond de los cielos de
rosa, anacarado y violeta; en vano dora el mediodía la arboleda que era verdes
penachos de bizarra elegancia y corona de una
marcial gracia la colina; inútilmente engaña, por el atardecer, con su
cláride de oro traslúcido el agónico
dia, la reposante fatiga de la ciudad; para estos ojos tristes de moribundos,
de parias, que escrutan ya el reino de las sombras de pie en los umbrales del
misterio; para estas frentes empalidecidas y sudorosas, para estos pechos
anhelantes, para estos labios resecos de fiebre, lívidos labios en que es agrio
resonar toda palabra, y suena la frase a hueco, tal el golpe de la azada
cavadora de tumbas; no hay sol, ni luz, ni noticia acariciante de alba y
ponientes…
El
asilo
Un día, un hombre honrado y
rico, al morir en país extranjero donde adquirió una fortuna, volvió los ojos
amorosamente a una tierra nativa y dejó miles para aliviar el dolor de una
compatriota y mejorar la ciudad materna. Ese hombre se llama Calixto Romero y
fue el donador de la casa para tuberculosos.
Esta construcción de madera
aminora el triste aspecto que, si son de piedra, tienen los edificios que, a su
objeto de destino. Más aún; es casi alegre, con su jardinero y reja, todo muy
limpio y desnudo de mancha.
Lanciate eg ni aperanza…
El sol invernal limpia, como
un plumero de luz, al triste verdor del jardincito de esta rosa triste, que
suspira una melancolía opresora, en la tarde húmeda, amarillenta, como si
estuviera contagiada de la blanca parte que decora a los huéspedes de este
asilo –ultima posada en el camino hacia la noche ultima.
La antesala de la muerte
Sala de San Francisco. El
nombre mismo evoca la piedad infinita del celeste poverello; y en verdad ¡qué piadosa ternura! ¡Qué encendida caridad
se ha menester para llegar a esta desnuda antesala de la muerte!
¡Los huéspedes de esta
alcoba han perdido ya la esperanza, la última y confortadora esperanza!
Ojos llameantes en las
hondas cuencas mas profundas por el negror de las ojeras, brillan como luces de
fiebre en el fondo de un pozo; las bocas resecas hablarían apenas ruegos
lastimeros; las manos esqueléticas, todas huesos, se encorvan con apariencia de
garra, como para asir la orla del manto de la salud, de la vida misma que se
aleja; toses cavernosas, pertinaces rasgan; como golpes de azada en la tierra
de los muertos, el silencio blanco de la sala. Huele a antiséptico y
desinfectante, un olor que penetra a dar mareos
en el alma propensa a toda tristeza. Hay cuerpos de tal demacración que
apenas si se perciben en los lechos numerados. La mayor desesperación ha de ser
esta monotonía de horas dolientes, pasadas junto a los mismos rostros ya
familiares por la estancia larga en el asilo, esta sensación tan hostil de
abandono que da la sala con paredes de uniforme color, desvestidas de todo
dibujo o cuadro que rompa la desolación de sus trazos.
Entre las dos literas de
camas corre un libre espacio. Por aquí pasa el medico bien cubierto de
prevenciones, indiferente –cuando viene- con esa como impasibilidad del
profesional. Anota los enfermos, más bien, los números del lecho que ocupen;
apunta los nuevos candidatos al sepulcro, inscribe los fallecidos. Luego, sale.
Esto dura diez, quince
minutos. El medico se va escoltado por los ojos anhelantes de los enfermos,
caso moribundos.
Después, el mismo silencio,
interrumpido, si cada instante por ese como fúnebre martillo de las toses.
Otras veces es el hijo
angustiante, la asfixia que precede a la muerte.
Los compañeros de suplicio
del que va a morir se incorporan en los lechos vecinos para presentar el
terrífico espectáculo que muestra lo que tendrán que sufrir ellos, a su turno.
Es una hora de espanto
indecible, a veces más de una hora, de una trágica emoción.
El misterio aletea como un
cuervo por la sala. Los enfermos, incorporados en sus lechos, parecen una
horrida guardia de espectros, si es de noche, alta noche o la madrugada, el
horror es aún más horrible y la escena tiene una espantosa grandeza.
Al prolongarse la agonía,
para ahorrarle todo sufrimiento, la hermanita llegase al moribundo pónele una
inyección cualquiera y el infeliz muere tranquilo.
Hay cuarenta camas, siempre
ocupadas, en esta sala y otras tantas solicitudes de ingreso. Así, cuando un
huésped abandona su lecho, no demora en llegar un nuevo ocupante.
Más tarde o más temprano,
todos van muriendo. Aun no se registra el caso de que haya salido de esta sala
un enfermo que no vaya para siempre rígido en su tosco sudario.
Lirio entre espinas
Sí, ella es el lirio entre
las espinas y el consuelo de los afligidos. Pasa como una plegaria pura hecha
mujer.
Tiene las manos finas, las
manos blancas, ungidas de santidad, como esas con que lavaba las llagas de los
leprosos Santa Isabel Emperatriz de Hungría. Su voz es suave, lenta; su palabra
dulce, como para rezas letanías, como para ayudar a bien morir.
¡Sor Sofía! Inclinada sobre
las frentes ya marcadas por el dedo de la muerte, se la ve, estremeciendo apenas
los labios, de los que vuela, inmácula paloma, la oración de los agonizantes.
Con una resignada dulzura
sabe hacer menos triste la tristeza de los asilados, menos amarga su amargura.
Ha pasado ya los días
aboleños, más una inmortal juventud es la suya. Por eso evoca a las vírgenes
muertas en olor de santidad que la conseja describe coronada por las rosas de
una primavera inmortal.
Tiene los ojos como velados
por lágrimas contenidas y el espectáculo de tantas muertes ha dejado en sus
pupilas ese resplandor melancólico, esa misteriosa luz de pena.
Como las alas de eucaristía
paloma son las extremidades de su corneta y su paso por las salas tristes va
dejando una estela de consolaciones.
¡Sor Sofía!
Aparece Juan García
Diez años hace que vengo ensayando
mi procedimiento. Cuantas horas de lucha, de incertidumbre. La burla me acogió
unas veces; el temor otras.
Se me dijo loco,
desequilibrado. No importa.
Después de gestiones
difíciles, conseguí mi propósito: me encomendaron tres tuberculosos.
Los he sometido a mi
tratamiento. Ya ve usted, cómo se hallan. La madre puede decirle cómo se
encontraban al tomarlos a mi cuidado: eran casi cadáveres. Tengo fe ciega en mi
fe inquebrantable. Porque yo he sido tuberculoso y me he curado. Si no me
hallara en posesión plena de la eficacia
de mi tratamiento, me faltaría valor para hacer experimentos que fácilmente
serían fracasos.
Le probaré a todos que la
verdad es mía, que la he conquistado tras inmensa labor de años.
El día en que pasee con
estos moribundos, ya curados, devueltos a su familia, y a la vida, será mi día
de gloria.
Ye ve usted: tuberculosis
pulmonar, tuberculosis renal y pulmonar, tisis a la laringe, tal era el
diagnostico de los médicos. Pero yo sé que puedo arrancar a estos hermanos en
humanidad de las garras de la peste blanca, lo que hace más víctimas entre
nosotros: casi el setenta por ciento de las defunciones.
Después me irá Estados Unidos, propagaré mi tratamiento. Y
¡quién sabe cuántas cosas me reserve el porvenir! Me lo he jurado a mí mismo:
¡levantaré a estos cadáveres!...
Quién es Juan García
Así nos dijo Juan García.
Este es un hombre de edad media, robusto, habla con soltura; rasurado como un
yanqui, sonríe afable y afirma sus palabras con una certeza convincente. Es de
Quito. Dice haber tenido dos veces tisis. En la una, involuntaria, se curó con
un sistema; en la otra, provocada, también se curó.
Al señor Souza, de Babahoyo,
caso constatado y desahuciado de tuberculosis, él lo curó. Asegura que pueden
atestiguar su acierto, particulares y médicos.
Ahora se halla buscando las
pruebas finales de la bondad de su descubrimiento.
Se le dieron tres enfermos
gravísimos y su mejoría es evidente. Sor Sofía cree a Juan un providencial y
todos piensan en milagros.
Los enfermos lo adoran.
Él sigue en su tarea con
persistencia de iluminado o de loco.
Su palabra, su actitud, su
porte son lo del más normal individuo.
¡Si será taumaturgo este
Juan García!...
Bajo el cielo gris
Salimos. El cielo es gris y
rosa.
Llevamos en el alma una
tenaz congoja irrefrenable. Una vergüenza de pertenecer a la especie “hombre”.
Y piedad, una desmesurada piedad, una piedad infinita.
Afuera, unos pilluelos
desgreñados juegan haciendo muñecos con el barro bermejo de la calle.
Y yo pienso en Jesús, en
Koch, en Juan García…
(El Telégrafo, 3 de
abril)
las crónicas de Silva son fiel reflejo de su pensamiento respecto a la sociedad que bueno encontrar en tu Blog referentes de obra como esta.
ResponderEliminarlas Crónicas de Silva representan una sociedad desposeída, en ello el joven autor trata de dar valor e importancia a los seres humanos ya que los mismo no deber ser rechazados ni discriminados por su condición social
ResponderEliminarEstas obras que nos presenta este autor, es como vivió ante una sociedad que no veía en él, el sufrimiento que vida le estaba dando...
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